viernes, 30 de junio de 2017

Virando.


Guardo en este coño de plástico piedras.
Todas. 

Dicen que en el olvido está la clave. 
Soy de otra opinión.

Se aprende sin necesidad de tumbas. Con el cadáver a la vista. Desprovistos de amnesia. Cuando el souvenir terrible puede mirarse sin paro cardíaco, sin lágrima, sin vista, sin nada. 
Esa piedra se vuelve lección de vida. Para seguir viviendo. Para seguir muriendo. Para seguir, y dejar de ser un poco aquello, para ser algo más ésto, más nuevo, más, y mejor.
Y allí, en la vasija, entre las ingles depiladas hace tres días, no sólo caben pollas, juguetes, dedos, y placer. 
Allí donde el clítoris se hace piedra cuando el deseo y la pasión son potentes. Habitan cólicos antiguos que acompañaron tu sexo. 
Lecciones bajo las erecciones. Flujo de vida, entre el flujo suave y caliente de un organismo descontrolado. Que fluye. Hacia lugares nuevos. Esperando. Un click. Enacjar. Esa pieza perdida. Demolida. Derruida. Golpeada. Arrastrada. Después de aquella minuciosa arquitectura propia. Filigranas barridas de un plumazo. Que era una hostia. En todo el centro de aquel universo mío. No pude más que vomitar toda una vida. Supurar. Sangrar. Transfusión. Venas abiertas de par en par. Sin cortinas. Que corra el aire. Para verme correr a mí. Con la cabeza del pollo. Bien amarrada. A unos pies bien sujetos. Dentro de un calzado certero.
Pero en aquella cama, me mataron. Me mató. Cerró mi puerta a los orgasmos compartidos. En medio de aquel despropósito. De aquella violencia invisible. Se encargó de hacerme morir por debajo de mi ombligo. 
Susurrando palabras en mis oídos ciegos de algo que parecía amor. Llamándome inválida. Sin decirlo. Invalidando todo lo descubierto con ojos de niña curiosa hasta entonces. Aquella chispa en aquellos mis ojos, tan puros, tan limpios, tan naturales, y tan llenos de mí. De aquellas manos mías con doce años masturbándome por primera vez entre azulejos blancos. Descubriendo aquel pequeño botón de felicidad. Maravillada de que los pulmones sirvieran para algo más que respirar. Que ahogándote podías estar más viva incluso. Y que los pezones podían ser poliédricos. Cuantas alfombras sintieron mi culo desnudo. Espejos descolgados de las paredes para ver mi sexo reflejado.  Un dedo pequeño. En un coño pequeño. Lleno de pequeños y rizados pelos oscuros. Floreciendo. Jugando. Amando la vida a través de mí. Otra vida. La que no te cuentan. La que de pronto imaginas. La que de pronto te asalta. Y te masturbas cada noche para vivirla. Los fines de semana dos o tres. Las noches eran largas. Papá y mamá fuera de casa. Un pequeño televisor en blanco y negro. Porno ligero de la época. El brazo de un nenuco. La mecedora y las piernas a caballo. Almohada amiga de formas masculinas. Espejos. Siempre espejos. Subida a la taza del wáter. Acrobacias. Piernas menudas. Temblando. Sobre esa pieza donde reposan los culos cuando cagan. Una necesidad. Mientras tu dedo acaricia el pubis. Y un poco más adentro. Sientes que debes hacerte pis encima. Dejarte ir. Notar la orina caliente. Liberadora. Entre tus muslos. Hacia tus rodillas. Fría ya en tus tobillos. Sin saber por qué. Te gusta. Supongo, sin suponer demasiado, que con catorce años no entiendes el morbo. Ni tu cabeza se explica, ni quiere explicarse, por qué de pronto, aplicar el aire caliente de un secador de pelo en tu sexo, te hace palpitar el corazón al ritmo de tu coño. Sonríes. Empapas el sofá de ti. Y a los diez minutos, rebobinas la cinta vhs, para volver a comenzar. 

Perdí la virginidad a los dieciocho. 
Hasta entonces. Mis manos se hicieron mis mejores amigas, mis aliadas, mis secretos, mis amantes, mis maestras. Benditas. Sororas. Compañeras. 
Hasta entonces. Después vinieron historias diferentes. Otros post. Para otros momentos. Sólo decir. Que no hace tanto tiempo, pero hace ya mucho, en otra vida. Me cortaron las manos. Me amputaron. Hay egos que sólo saben ser parásito. Hacerse dueños de otros cuerpos y vampirizarlos para poder ser algo. Un algo muy pequeño. Sin valor. Sin valentía. Esa parte carece de importancia. Importan mis muñones. Que crecen y se reafirman en soledad. Qué dedos más largos. Qué nuevas amigas. Qué nuevas compañeras. Qué nuevas maestras. Cuanto las quiero. Más allá de mi cama. Muñones. Muñecas rotas. Buscando aguja e hilo para coserse a la vida, para coserse las venas, para correrse al riego sanguíneo.  Para correrse.  Para volver. Para regresar. Como ha regresado el resto de mí. Me falta una parte,  y me siento perdida. Frágil. 

Es un viaje. 
Y es un viaje diferente. 
Todo lo demás, dependía de mí. Y yo, de alguna manera, puedo con todo.
Este billete, ha de ser doble. Asiento de dos plazas. 
Me encabrona. Me desespera. Me jode. 
Porque no saben joderme. 
Uno sí supo dejarme bien jodida. 
Pero joderme. 
Demasiadas boquillas, para alguien que no fuma. 
Demasiadas camas, aunque hayan sido pocas, donde me perdí para no encontrarme. 
Y serán menos todavía. 
No valen la alegría. 
De un coño alegre.
De unos muñones alegres. 
Más que te jodan, más que estés jodida, más que no sepan joderte, más que haga mil años que no jodas en condiciones. La vida, es una joda. 
Y una joda, es alegría. 
La alegría sólo depende de ti.
Vuelvo a mis sábanas, voy a darme alegría. 
Hasta que alguien, vuelva a saber hacerme reír. 

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